-Exacto, simples suposiciones, no quiero perder más el tiempo
discutiendo este asunto.- dijo el príncipe Miguel.-Así que, Alberto, vayamos al
grano.-
-Es tarde, por hoy es todo.-indicó Alberto-cenaremos tranquilos y
mañana os informaré.-Todos se quedaron intrigados esa noche. La música sonaba
alegre. Pero en el entorno se respiraba angustia y curiosidad. Las
personalidades cenaron y charlaron entre ellas, las doncellas iban de un lado para
otro y servían cuanto se pedía.
-Aquí tiene su vino señor Sid.- dijo en una de las veces la
sirvienta Beatriz. Volcó la jarra que contenía este dulce líquido y llenó su
copa.
-Llamadme Sid. Decidme, ¿qué hace una mujer como vos en un lugar
como este?.-Miró a la joven y ambos sonrieron. -Tenéis porte de condesa, como
mínimo.- Los dos rieron bastante. Incluso la doncella bebió algo de vino que se
le subió a la cabeza y por poco cae al suelo. Hicieron muy buenas migas. Al
menos eso pensaba la madre de Sid que los miraba desde lejos.
Marina por su parte planeó que esa noche conseguiría algo que
nunca había hecho. Amaba con todo su corazón a su prometido. Su madre le había
introducido en su cabeza que era el hombre de su vida, que era su rey, y que
era su futuro, la única cosa por la que se debía preocupar verdaderamente. Su
plan era simple. Consistía en emborracharlo a base de vino dulce que desde
luego no sobraba en la sala.
-Miguel, bebe un poco más, no se puede beber el mejor vino dulce
de todo Dau todos los días ¡no desaproveches esta oportunidad!.- Estos junto a
otros argumentos poco convincentes acabaron emborrachando al príncipe, que, al
contrario que la princesa, no quería nada con ella. Miguel casi no se mantenía
derecho en la silla. Todos en la sala no estaban para nada sobrios. Menos
Marina.
La noche avanzó, ya era de madrugada y poco a poco se fueron a sus
aposentos. La celebración había finalizado. El plan de Marina seguía en marcha,
y nadie le decía nada porque después de todo estaban prometidos y aparte estaba
todo el mundo borracho. Cada uno se fue a su alcoba. Tanto Miguel, como Sid y
como las hermanas tenían una para cada uno de ellos. El heredero de Agunia tuvo
que ser ayudado por Alberto y Sid. Los tres eran amigos desde pequeños y tenían
la misma edad.
Una hora después de que cada uno hubiera entrado en su habitación
correspondiente, Marina se levantó. Abrió la puerta de su alcoba, comprobando
que Gwen dormía y se aseguró de que ningún guardia la viera. Al cerrar, la
puerta chirrió. No se escuchó más movimiento. Las habitaciones estaban en el pasillo de la
tercera planta del enorme palacio. Anduvo descalza hasta la alcoba de Miguel,
cuatro puertas más a la derecha. Aquello parecía una especie de posada pero con
una riqueza exuberante, todo lleno de plata y blanco. Las antorchas servían de
luces que la ayudaron a ver el camino. Finalmente se paró frente a la puerta.
La abrió y entró. Apenas había luz en la habitación, pero poco importaba,
Marina venía a una cosa, y para ello no hacía falta luz. La estancia era
pequeña, con una cama a la derecha de la entrada, al fondo una ventana y a la
izquierda un guardarropa. Miguel dormía profundamente. Marina que llevaba un
camisón azul se lo quitó. Desnuda, miró a su prometido con ojos de deseo. Por fin
haría lo que llevaba esperando durante toda su vida. Ansiosa, levantó la sábana
que cubría al príncipe y se metió bajo ella. Miguel seguía dormido.
-Ya estoy aquí mi amor.-susurró la joven acariciándole la mejilla.
Miguel se estremeció. Los efectos del alcohol aún no se habían pasado. -Esta
noche será única, te complaceré amor mío. Sabrás amarme y me querrás por
siempre, no lo olvidarás...-El joven abrió los ojos al fin. Frente a él, un
rostro blanco le sonreía cariñosamente. Notaba la mano de la chica en su cara.
Estaba caliente. La vista se le empezó a moverse, estaba algo mareado. Pero
bajó sus manos hasta la altura de las caderas de la joven. La palpó. No era
ningún sueño. Entonces no pensaba que la chica era Marina, pensaba en otra
mujer. Marina bajó su mano hasta el miembro viril del muchacho. Empezaba a
ponerse duro. Comenzó a mover la mano cuidadosamente de un lado a otro. La cosa
había empezado. Miguel no se quejó ni intentó evitarla en ningún momento. Su
estado de embriaguez lo transportaron a otro mundo en el que yacía con Donna.
Un instante después, Marina lo estaba besando con una inmensa pasión. Su mano
derecha seguía ahí abajo. El joven borracho le seguía las acciones, la cosa se
ponía caliente. Entonces Miguel se movió y se colocó encima de la joven. Marina
sonreía en la poca luz que la ventana emitía. El joven colocó sus manos en los
pechos de la chica. Los apretó y jugueteó con ellos. Marina se estremeció de
placer. Miguel fue bajando con su boca hasta cierto punto en el que la joven
disfrutó y gritó. Entonces paró. No quería que la oyeran, pero el príncipe
seguía ignorante de las consecuencias que podría acarrearle tal cosa. Ella no
quería parar, tras una pausa de menos de diez segundos bajó la cabeza del joven
dirigiéndola al mismo punto. Ahora Marina gemía y se estremecía más que antes,
pero no hacía tanto ruido. Finalmente, ella hizo lo mismo con él. Se colocó
sobre el joven y este la penetró.
Comenzaron a moverse rítmicamente haciendo de esa situación algo que ambos
nunca olvidarían. Hicieron el amor y llegaron hasta el éxtasis. Se aliviaron
ambos y descansaron sobre la cama durante unos minutos. Miguel se durmió.
-Te dije que no la olvidarías.- dijo la joven contemplando el
rostro del chico sereno. Lo besó, se puso el camisón y salió.
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Autor:Miguel García Campos
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