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viernes, 16 de noviembre de 2012

Parte XIV de mi novela (especial fin de capítulo).


-Exacto, simples suposiciones, no quiero perder más el tiempo discutiendo este asunto.- dijo el príncipe Miguel.-Así que, Alberto, vayamos al grano.-
-Es tarde, por hoy es todo.-indicó Alberto-cenaremos tranquilos y mañana os informaré.-Todos se quedaron intrigados esa noche. La música sonaba alegre. Pero en el entorno se respiraba angustia y curiosidad. Las personalidades cenaron y charlaron entre ellas, las doncellas iban de un lado para otro y servían cuanto se pedía.
-Aquí tiene su vino señor Sid.- dijo en una de las veces la sirvienta Beatriz. Volcó la jarra que contenía este dulce líquido y llenó su copa.
-Llamadme Sid. Decidme, ¿qué hace una mujer como vos en un lugar como este?.-Miró a la joven y ambos sonrieron. -Tenéis porte de condesa, como mínimo.- Los dos rieron bastante. Incluso la doncella bebió algo de vino que se le subió a la cabeza y por poco cae al suelo. Hicieron muy buenas migas. Al menos eso pensaba la madre de Sid que los miraba desde lejos.
Marina por su parte planeó que esa noche conseguiría algo que nunca había hecho. Amaba con todo su corazón a su prometido. Su madre le había introducido en su cabeza que era el hombre de su vida, que era su rey, y que era su futuro, la única cosa por la que se debía preocupar verdaderamente. Su plan era simple. Consistía en emborracharlo a base de vino dulce que desde luego no sobraba en la sala.
-Miguel, bebe un poco más, no se puede beber el mejor vino dulce de todo Dau todos los días ¡no desaproveches esta oportunidad!.- Estos junto a otros argumentos poco convincentes acabaron emborrachando al príncipe, que, al contrario que la princesa, no quería nada con ella. Miguel casi no se mantenía derecho en la silla. Todos en la sala no estaban para nada sobrios. Menos Marina.
La noche avanzó, ya era de madrugada y poco a poco se fueron a sus aposentos. La celebración había finalizado. El plan de Marina seguía en marcha, y nadie le decía nada porque después de todo estaban prometidos y aparte estaba todo el mundo borracho. Cada uno se fue a su alcoba. Tanto Miguel, como Sid y como las hermanas tenían una para cada uno de ellos. El heredero de Agunia tuvo que ser ayudado por Alberto y Sid. Los tres eran amigos desde pequeños y tenían la misma edad.

Una hora después de que cada uno hubiera entrado en su habitación correspondiente, Marina se levantó. Abrió la puerta de su alcoba, comprobando que Gwen dormía y se aseguró de que ningún guardia la viera. Al cerrar, la puerta chirrió. No se escuchó más movimiento. Las  habitaciones estaban en el pasillo de la tercera planta del enorme palacio. Anduvo descalza hasta la alcoba de Miguel, cuatro puertas más a la derecha. Aquello parecía una especie de posada pero con una riqueza exuberante, todo lleno de plata y blanco. Las antorchas servían de luces que la ayudaron a ver el camino. Finalmente se paró frente a la puerta. La abrió y entró. Apenas había luz en la habitación, pero poco importaba, Marina venía a una cosa, y para ello no hacía falta luz. La estancia era pequeña, con una cama a la derecha de la entrada, al fondo una ventana y a la izquierda un guardarropa. Miguel dormía profundamente. Marina que llevaba un camisón azul se lo quitó. Desnuda, miró a su prometido con ojos de deseo. Por fin haría lo que llevaba esperando durante toda su vida. Ansiosa, levantó la sábana que cubría al príncipe y se metió bajo ella. Miguel seguía dormido.
-Ya estoy aquí mi amor.-susurró la joven acariciándole la mejilla. Miguel se estremeció. Los efectos del alcohol aún no se habían pasado. -Esta noche será única, te complaceré amor mío. Sabrás amarme y me querrás por siempre, no lo olvidarás...-El joven abrió los ojos al fin. Frente a él, un rostro blanco le sonreía cariñosamente. Notaba la mano de la chica en su cara. Estaba caliente. La vista se le empezó a moverse, estaba algo mareado. Pero bajó sus manos hasta la altura de las caderas de la joven. La palpó. No era ningún sueño. Entonces no pensaba que la chica era Marina, pensaba en otra mujer. Marina bajó su mano hasta el miembro viril del muchacho. Empezaba a ponerse duro. Comenzó a mover la mano cuidadosamente de un lado a otro. La cosa había empezado. Miguel no se quejó ni intentó evitarla en ningún momento. Su estado de embriaguez lo transportaron a otro mundo en el que yacía con Donna. Un instante después, Marina lo estaba besando con una inmensa pasión. Su mano derecha seguía ahí abajo. El joven borracho le seguía las acciones, la cosa se ponía caliente. Entonces Miguel se movió y se colocó encima de la joven. Marina sonreía en la poca luz que la ventana emitía. El joven colocó sus manos en los pechos de la chica. Los apretó y jugueteó con ellos. Marina se estremeció de placer. Miguel fue bajando con su boca hasta cierto punto en el que la joven disfrutó y gritó. Entonces paró. No quería que la oyeran, pero el príncipe seguía ignorante de las consecuencias que podría acarrearle tal cosa. Ella no quería parar, tras una pausa de menos de diez segundos bajó la cabeza del joven dirigiéndola al mismo punto. Ahora Marina gemía y se estremecía más que antes, pero no hacía tanto ruido. Finalmente, ella hizo lo mismo con él. Se colocó sobre el joven y  este la penetró. Comenzaron a moverse rítmicamente haciendo de esa situación algo que ambos nunca olvidarían. Hicieron el amor y llegaron hasta el éxtasis. Se aliviaron ambos y descansaron sobre la cama durante unos minutos. Miguel se durmió.
-Te dije que no la olvidarías.- dijo la joven contemplando el rostro del chico sereno. Lo besó, se puso el camisón y salió.
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Autor:Miguel García Campos

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