No podía continuar caminando. Se paró en medio del claro del
bosque, sin aire. Se sentó en el suelo fatigada. Inmediatamente escuchó tras de
ella las mismas pisadas que venía escuchando durante kilómetros atrás. La
habían estado persiguiendo durante mucho tiempo. Rápidamente intentó
incorporarse, pero sus piernas flaquearon y quedó de nuevo tendida en el suelo.
No tenía fuerzas.
-¿Dónde estás sucia ramera?- gritó el hombre que la seguía a
duras penas. - ¡Sal de donde quiera que estés!
Una última fuerza acudió al ser de la muchacha y se levantó
para esconderse entre los matorrales más cercanos. Era una zarza, pero no podía
hacer otra cosa, debía meterse allí si quería vivir.
Desesperado el hombre buscó por donde pudiera estar la
muchacha, pero estaba verdaderamente agotado, y jadeaba constantemente. No era
ningún mozuelo, superaba con diferencia la edad de la joven. En esta
circunstancia, la mujer se palpó cada centímetro de la poca ropa que llevaba,
con la esperanza de encontrar algún cuchillo o algo para defenderse. Pero no
tuvo suerte, solo llevaba un harapo a modo de vestido, todo rasgado y
verdaderamente estropeado, sin ningún utensilio. Buscó alrededor de donde
estaba, en un ambiente oscuro, con los pinchos de la zarza y las ramas
entrelazadas que dificultaban la visión. Estaba atardeciendo. Se vio muy
apurada, el hombre se recuperaba cada segundo que pasaba y ella no sabía qué
hacer. Cogió una piedra, la más grande que encontró y como pudo aprovechó para salir de su
escondite ágilmente, pero sin evitar el ruido que el movimiento de la zarza
hacía. El hombre escuchó algo, pero seguía algo aturdido de la distancia que
había recorrido. En seguida olvidó la carrera y el cansancio desapareció de su
rostro. Se dio la vuelta dispuesto a alcanzar a la joven, pero tropezó con su
pierna justo al girar y cayó al suelo pesadamente. La muchacha, estaba casi
fuera de la enredada zarza pero justo antes de salir completamente se le
enganchó la parte baja del ropaje. Tuvo más miedo que nunca. El hombre
comenzaba a incorporarse. Acto reflejo y olvidando sus miedos, la chica tiró
fuertemente del tramo de ropa que la enganchaba a la rama de la zarza. La
partió, corrió hacia el hombre con la piedra en la mano. El hombre estaba
prácticamente de pie, pero no pudo esquivar el duro golpe que sufrió en la frente.
Tras una breve pausa de unos cinco segundos en pie, el hombre cayó definitivamente
al suelo con un ruido sordo. Donna, que
era como se llamaba la joven, se quedó muy quieta, mirando al hombre que
parecía un cerdo adulto recién matado. La piedra cayó de las manos de Donna al
suelo lleno de hojarasca, era finales de octubre. Impresionada y asustada,
intentó gritar, pero nada acudió a su garganta. Estaba afónica, había agotado
su voz durante todo el camino recorrido atrás. Se alejó caminando hacia atrás
lentamente, sin apartar la mirada del hombre tendido en el suelo. No podía
creerlo, había matado a una persona.
Copyright © Todos los Derechos Reservados
Autor:Miguel García Campos
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