-¡Madre!- gritó su hijo Alberto corriendo hacia la mujer que
le dio la vida. -¿Por qué madre?, ¿por qué?-
Anatilde lo miraba dulce y tristemente, era su niño, su único
hijo y sabía que era el futuro rey de Brenel.
-Alberto, hijo, venid aquí-
contestó Anatilde con la voz más triste y dulce que se pudiera oír. El joven se
recostó sobre el regazo de la madre.- Ya os habéis enterado, no pude decíroslo
porque no podía hablar..., quería mucho a vuestro padre como ya sabéis...- la
reina comenzó a acariciarle los cabellos oscuros a su hijo. Ahora Alberto notó
la voz de su madre extraña y sospechosa. Recostado en el regazo de la reina,
levantó la vista y miró a su madre a los ojos. Estaba vieja de repente, parecía
arrepentida y asustada.
-¿Qué os pasa madre?- preguntó el príncipe.- Os noto
verdaderamente rara, habéis envejecido mucho de golpe.-
-Hijo...-y tras una larga pausa, la reina al fin habló:
-Eres el nuevo rey de Brenel.- Se puso en pie. -Ahora el reino es tuyo- La
reina comenzó a caminar hacia el centro del Gran Salón. Su hijo no le perdía la
mirada, continuó caminando. Alberto seguía junto al trono y su madre casi había
alcanzado el centro de la sala. Entonces se paró allí, se dio la vuelta, miró a
su hijo de ojos azules como ella, el ser de sus entrañas que iba a cumplir
diecisiete años. Miró al techo, y regresó la mirada a su hijo.- Ahora
gobernarás y el mundo será tuyo.- La voz de la reina estaba débil. -Dau entero,
y todos sus reinos serán solo uno y te pertenecerán a ti...- Ya casi no se
oía.-Ahora ve y busca la...- Se cortó la voz de la reina. Expiró.
Alberto corrió hacia su madre ahora tendida en el suelo de
la sala, en el centro. Bajo ellos estaba
dibujado el mapa de Dau, con todos los reinos y regiones. Miró a su madre,
incrédulo. Había quedado huérfano, y sería coronado rey de Brenel muy pronto,
miró el mapa dibujado en el suelo y distinguió una marca al norte de Brenel, en
el poblado de Selga. Se olvidó de eso y volvió a mirar a su madre. Salía de su
boca espuma blanca. Había tomado algo envenenado. Comenzó a llorar, se
desesperó. Y al fin, gritó.
Acudieron al instante las doncellas de la reina. Una de
ellas, Alba, la incorporó y mandó a la otra, Beatriz, a por agua.
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Autor:Miguel García Campos
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