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jueves, 8 de noviembre de 2012

Parte VI de mi novela.


Las noticias no fueron buenas cuando la ciudad abrió las puertas a su rey. Alberto III había muerto. En cuanto la familia real se enteró del suceso, la reina Anatilde, ahora viuda del rey, mandó a la misma guardia real a que buscaran bajo las piedras si era necesario al culpable de aquel atentado.
-¿Dónde está Fredric?- Preguntó la reina a los guardias que venían con el cuerpo de su marido.
-Majestad, lo buscamos por toda Selga, e incluso más allá. Unos dicen que lo vieron adentrarse en el Bosque Frondoso tras alguien que huía. Otros dicen que murió, pero no sabemos cuál es la verdad- respondió uno de los guardias.
-No puede ser...-susurró la reina Anatilde- Id otro grupo de hombres a Selga y a donde haga falta para buscar al escudero del rey. ¡De inmediato!- Mandó la mujer. Indicó que metieran a su difunto marido lleno de sangre y con la flecha aún clavada en medio del pecho. El disparo había sido certero. Hubo gritos, llantos, desmayos y peleas en la plaza de la ciudad. Brenel había perdido a su monarca. Ahora había que coronar a uno nuevo.

-Majestad, no podemos permitirnos perder el tiempo ante esta situación- habló el consejero más importante del Palacio de Brenel. La sala era bastante grande, con una lámpara enorme de madera pintada de un blanco reluciente que colgaba del techo. La reina descansaba al fondo de la sala, sentada sobre un trono de piedra. Tras una breve pausa prosiguió -Hay que nombrar de inmediato a un nuevo rey, podrían atentar de nuevo mi señora.-
La reina, mirando a poca distancia de sus propios pies, sentada en el trono, con aire triste, pero sin ninguna lágrima habló al fin:  -Cómo podéis decirme esto ahora Loyd...- Sollozó.  -No hemos enterrado al rey muerto, ¿y ya queréis coronar a otro?- ahora se notaba la tristeza de la reina.
-Majestad, permitidme hablar...- continuó el mismo hombre, el Gran Consejero. A las espaldas de este se encontraban el resto de consejeros de la Corte de Brenel. Un grupo de 5 hombres de mediana edad para arriba. Todos ellos con lujosas prendas de vestir y capas blancas que hacían que la estancia fuera aún más luminosa.
-¡Silencio!- interrumpió con un grito la reina -fuera de mi vista, rápido.- Imperaba con autoridad la mujer del trono.
-Como deseéis mi señora, si necesitáis algo, no dudéis en consultarme. Después de todo sigo siendo el Gran Consejero.- Dijo orgullosamente Loyd.
La reina levantó la mirada cuando Loyd se alejaba hacia la puerta. -De eso ni hablar, quedáis despedido de la Corte real, y tenéis prohibida la estancia en Brenel de por vida.- Dijo muy segura de sí misma.
-No puede estar hablando en serio, majestad.- Loyd se quedó de piedra, espantado, comenzó a temblar y se precipitó al suelo. Tenía setenta y tres años. - Señora mía, ruego por los dioses que me perdone usted todo lo que haya hecho mal, por favor no tengo a donde ir.- Hablaba con voz temblorosa casi llorando. El resto de consejeros lo miraban con asombro y pena. Era un viejo después de todo.
-No hay nada que hablar ni perdonar, quedáis expulsado ahora mismo de mi reino. Rik, manda a dos de tus guardias para que se aseguren de que salga de mis tierras.- Mandó al jefe de la Guardia Real de Brenel que miraba desde la derecha del trono al viejo del suelo.- No quiero volver a veros, jamás- añadió la viuda Anatilde viendo como se alejaban dos guardias y Rik con el viejo ahora apresado.
-Maldita puta, ¡el rey era mejor que vos mil veces!- Chilló el anciano.- Jamás seréis como él, ¡sois una bruja!, ¡una verdadera bruja!- Uno de los guardias dio un puñetazo en la barriga a Loyd para que callara y salieron los cuatro hombres por la puerta. El resto de consejeros se sorprendieron demasiado al ver aquello. Había insultado a la reina y ella no había dado la orden de ejecución, algo raro estaba ocurriendo en aquellas cuatro paredes. Algo que los 5 hombres en los que el rey recién muerto confiaba plenamente desconocían. Optaron por no abrir la boca y retirarse con el permiso de su majestad. El viejo ex-consejero gritaba y se resistía entre los guardias y predicaba allí por donde pasaba lo que había acontecido en palacio. Loyd llevaba sirviendo en la Corte casi cincuenta años, y había sido el Gran Consejero de el rey recién fallecido y del padre de este.
La reina seguía mirando al suelo. Sus ojos azules brillaban mucho más que nunca. En su cara se podían ver algunas nacientes arrugas. Tenía un rostro angustiado y pálido. Levantó la vista cuando oyó la puerta del Gran Salón abrirse.
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Autor:Miguel García Campos


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