Llegó el medio día. Era la hora de la coronación. Todos estaban en
la capilla del gran palacio blanco. Al fondo de la sala, una figura femenina de
piedra blanca presidía el entorno. Representaba a la diosa Aenna, la divinidad
de la prosperidad económica y la fortuna. Delante de ella se hallaba el altar y
a un lado el sacerdote que charlaba amigablemente con la reina Diana. La
estancia se fue llenando de gente que ocupaban los asientos de piedra. El
blanco imperaba por cada esquina, casi molestaba a la vista.
Tras la espera, en torno a las una del medio día Alberto entró en
la sala santa. Portaba una gruesa capa blanca y caminaba seguro de sí mismo.
Subió los escalones del altar. Había llegado el momento tan esperado. Todo el
mundo lo miraba. Se puso algo nervioso.
-Ha llegado el momento.- le dijo su tío Juan al acercarse. Le
colocó una mano sobre el hombro como muestra de confianza. El joven se
tranquilizó algo. El tío bajó los escalones del altar, ahora solo estaban en lo
más alto el sacerdote y Alberto, que se hincó de rodillas ante él.
-Oh Aenna, gran diosa de la fortuna y la prosperidad.-comenzó el
sacerdote elevando sus manos ante la escultura de la divinidad.-Tú presides
esta ceremonia, y sólo tú con tu grandiosidad y bondad dotarás de
riquezas a este nuevo rey.-continuó el viejo santo. Los presentes en la sala
seguían la ceremonia muy quietos.
-Esperemos que este rey sea mejor que sus padres.- susurró Beatriz
a Alba sin que nadie la pudiera oír.-Quiero casarme de una vez Alba.- Se le
notaba triste y algo desesperada. No estaba casada y siempre hacía lo mismo, al
igual que su compañera. Las dos iban siempre juntas a todos los sitios y se
contaban entre ellas sus secretos. Limpiar, servir, barrer, ayudar en la
cocina... pero tiempo para sí mismas muy poco. Iban a cumplir dieciocho años y
ambas esperaban que su nuevo rey las casara con buenos hombres que les dieran
una familia de la que ocuparse.
-No te impacientes Bea.- apremió la otra doncella.-Tenemos que
esperar un tiempo desde hoy, no podemos ser desconsideradas. Cuando pase un
poco de tiempo, si el rey no nos dice nada, hablaremos con él.-hizo una breve
pausa, Juan había llevado la grandiosa corona de oro y plata ante el
sacerdote.- Te lo prometo.-añadió finalmente.
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Autor:Miguel García Campos
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